Como buen matagalpino odio tener
que viajar y vivir en Managua, una ciudad calurosa que me recuerda a una
viejita arrugada, pobre y enferma que se niega a morir, por más que trato de
sonreírle me responde con hostilidad, agresión, basura, caos y ruido, es por
esta razón que he desarrollado cierto rechazo a tener que salir a las calles,
no tengo vehículo y tampoco me gusta andar en rutas, es más, creo que a nadie le
gusta, mi opción es el taxi, y a la vez mi oportunidad para jugar a
investigador de la realidad social y en esta ocasión en particular reflexionar sobre la
corrupción de mi país, Nicaragua.
Hoy no es un día cualquiera, junto
a mi mejor amiga nos tocó madrugar (7:00 a.m.), hacer como sí nos bañamos y
salir corriendo a esperar un bus que nos lleve a la “gran” capital. Después de dos horas de viaje llegamos a la
famosa “Subasta”. No tenemos ganas ni tiempo de escoger “el mejor taxi”, solo
queremos el primer vehículo seleccionado al azar que nos lleve por un precio
que nos parezca razonable después de “negociar” bajo el ya conocido dialogo de:
— ¿Por cuánto nos lleva?
—Tanto.
—Ahhh laaaa!!! Muy caro, mejor tanto,
—Está bien. Y “juaz” nos montamos con una falsa sensación de
buenos negociantes.
Cada conductor de taxi es un
mundo por descubrir, una oportunidad para conocer e interpretar el Vox Popul de
las calles de Nicaragua, pero este viaje no es un viaje cualquier, no, pasó
algo que me dejó una mezcla de sentimientos inconclusos, de rechazo y a la vez comprensión
del sistema cultural corrupto en que vivimos y respiramos cada día en el país
de lagos y volcanes.
Siempre me ha llamado la atención
la forma agresiva con la que manejan algunas personas en Managua, por más que
el Gobierno insista en capacitar a los conductores, aumentar el costo de las
multas y el número de policías de tránsito por toda la ciudad, cada vez que llego
al pueblón, veo dos a tres accidentes de tránsito de manera continua. ¿Quién alimenta este gran monstruo de caos y
desorden? La respuesta me llegó minutos después.
El taxista de hoy no es la
excepción, hace cualquier clase de malabares para avanzar rápido en medio del
caos vial, aprieta con fuerza la bocina del vehículo cada vez que puede y le da
la gana, no respeta señales de tránsito, ni peatones. El señor conductor es
candidato número uno para que yo empiece con mi cátedra de buen ciudadano, pero
hoy no ando ganas, la prioridad es llegar a nuestro lugar de destino y ya vamos
tarde.
Luego de recorrer aproximadamente
veinte minutos el señor conductor se detiene en un semáforo en rojo, pero decide no
esperar más, acelera y aventaja cruzando una línea amarilla continua a toda
velocidad. Y de pronto, —oh, oh ¡No lo puedo creer! Aparece de la nada un oficial de tránsito y
detiene el vehículo. En mis adentros me digo: —¡Qué bien! Este señor aprenderá
su lección del día. (Que equivocado estaba).
Como por arte de magia el
conductor pasó de ser un hombre serio y parco a convenirse en un ser de luz,
amoroso con el oficial de tránsito a quien saluda con toda la amabilidad del
mundo y le da los buenos días sosteniendo una sonrisa de oreja a oreja.
Inmediatamente reacciono y le digo a mi amiga: —Pongamosno cómodos y veamos
cómo se manifiesta el Guegüense.
El oficial le pide al taxista sus
documentos: licencia de conducir, cédula de identidad y demás papeles, luego el
policía se va para la parte de atrás del vehículo, supongo que a confirmar la
veracidad y coherencia de los documentos, el taxista no pierde tiempo, sale inmediatamente
del vehículo y se va hacia la parte de atrás para hablar con el oficial.
En un abrir y cerrar de ojo,
vemos que el conductor del taxi regresa nuevamente al vehículo y empieza un
show al mejor estilo holywoodense, finge
que tose mientras saca lentamente de su cartera una cantidad de dinero, los
mete como sándwich entre su cédula y la licencia, sigue fingiendo que tose y
encorva su cuerpo para que no lo observemos.
Mientras veo la escena quedo en shock y sigo sin comprender lo que estoy
presenciando. Todo pasaba en cámara lenta y yo junto a mi amiga somos testigos
en primera fila.
El taxista sale del vehículo y
entrega “disimuladamente” el dinero al oficial de tránsito, fue hasta ahí que
caímos en razón, nos quedamos viendo mutuamente y lo primero que se me ocurre
es sacar mi celular, filmar un vídeo y empezar a gritar a todo pulmón: CORRUPCIÓN y no
sé cuántas pajas oenegeras más. ¡Vídeo viral asegurado!
Pero mi amiga me detiene, me hace
entrar en razón y juntos recordamos la realidad en la que vivimos, sobre todo al
hombre que en Costa Rica filmó a un pervertido mientras este grababa las nalgas
de una mujer en las calles de San José, días después apareció apuñalado y
murió. Y si, lo admito, me dio miedo
pensar que yo podría ser la próxima víctima.
Mientras “disimuladamente” nos
retorcemos como contorsionistas para tratar de verle la cara al oficial, el
taxista regresa extasiado, retoma su posición de conductor y con cierto
nerviosismo empieza a gritarnos que no volteemos a ver al policía.
Inmediatamente el taxista
balbucea entre dientes, golpea el timón del carro con cierto enojo y se empieza
a quejar, yo interpreto que está molesto por no haber respetado las normas de
tránsito, pero mi sorpresa es mayor cuando empieza a verbalizar su enojo:
—Puta, la cago ese policía.
—Para que se ponen ahí.
—Estos policías andan bravos como zancudos, arrechos
buscando los reales.
Me siento entre indignado,
enojado conmigo mismo por no actuar y a la vez orgulloso por mi temple y
serenidad. Decido pasar la página emocional y centrar mis energías en no juzgar
al taxista, sino en ponerme en rol de investigador social y empiezo a conversar
con el taxista sobre el evento que acabamos de presenciar: La corrupción.
El taxista no se entera que el
problema no fue la presencia del policía detrás del semáforo, sino él y su
irrespeto a las señales de tránsito, falta de transito que no solo puso en
peligro su vida, sino también la de sus pasajeros, nosotros, sus clientes.
Pero dadas las circunstancias de
los hechos, también empiezo a analizar que el taxista jamás comprenderá la
importancia de respetar las señales de tránsito sino recibe un castigo, sí cada
vez que lo haga se terminará saliéndose con las suyas como todo buen guegüense.
Y es justamente de esta manera que vivimos y reproducimos un ciclo
interminable de corrupción a todos los niveles en Nicaragua.
El conductor me explica que es
normal sobornar a los policías, que todos los hacen y que sus amigos “poli” le
cuentan que sus respectivos jefes inmediatos les asignan cuotas diarias de
mordidas y les dicen: —Andá conseguite tanto y me das tanto, si alguien te
denuncia yo te cubro. Luego de la
anécdota el taxista termina diciendo:
—Pobre los policías, ganan una miseria,
al final sí roban los de arriba que también roben los de abajo. —Es así como
ellos se ayudan (ellos) y nosotros entre pobres nos ayudamos.
Llegamos a nuestro destino final,
me bajo del taxi con una sensación extraña de condenado en vida a tener que sobrevivir
en un país donde la corrupción a todos los niveles sigue siendo vista como un algo
normal, algo de vivos. Por eso insisto, tenemos el país que merecemos tener
como sociedad, ya que Nicaragua es la sumatoria de las acciones de sus
habitantes.
De Nicaragua para el mundo, NOS VAMOS Y NOS VEMOS EN...
Correo: yasermorazan@gmail.com
Quizás te pueda interesar este vídeo... Hablando con taxista sobre la política de Nicaragua.